viernes, 15 de junio de 2007

AMOR Y SEXUALIDAD

Mi sexualidad humana está dotada de una dinámica evolutiva, energía excedente, pro creatividad, sublima­ción, creatividad y relacionalidad.

La dinámica evolutiva se refiere un poco más al aspecto geni­tal, pero no excluye la ternura ni el amor. Los otros rasgos, ex­cepto la relacionalidad, pertenecen todavía más a lo genital o al impulso sexual.

Ahora nos toca estudiar un rasgo que se aleja bastante de lo genital y, sin embargo, forma parte fundamental de la sexualidad humana, el amor. Este suele incluir la ternura, aunque ella no es condición para amar. Por otro lado, ocurre que el amor, en las relaciones heterosexuales, busca las relaciones genitales para expresarse.

En el fondo, la sexualidad participa inevitablemente de la uni­dad propia de la estructura personal. Y en consecuencia, los rasgos de la sexualidad no son sino aspectos de la misma y única personalidad. Igual que las facetas dan variedad de forma y mul­tiplicidad de destellos al mismo diamante.

En cuanto que el amor se aleja, dentro del psiquismo humano, de lo corporal y concreto de la genitalidad, resulta más difícil de estudiar. Esto nos explica que Freud lo halla incluido en el término filosófico de Eros. Sin embargo, este concepto no le llenaba del todo porque puede facilitar un corte respecto a lo propiamente sexual o genital.

"El hecho es que el empleo de la palabra 'Eros' ofrece el peligro de reducir siempre el alcance de la sexualidad en favor de sus manifes­taciones sublimadas"

Yo acepto este riesgo. De acuerdo a mis observaciones y a mi propia experiencia, el amor sí 'representa una de las manifesta­ciones de auténtica sublimación. Y para el propósito de este ensayo, necesito presentar el amor en estos términos, aun cuando de ninguna manera pretendo reducir el alcance de la sexualidad.

1. LO QUE NO ES EL AMOR

Existen algunos procesos psíquicos que, en cierta manera, se pueden asemejar al amor. Pero, ya en forma técnica, no se pue­den identificar con él. Voy a describir algunos de ellos con el intento de acercarme gradualmente a lo que sí es el amor.

En primer lugar, cabe distinguir entre amor y contagio afec­tivo. Este consiste en la inundación afectiva padecida por una persona o grupo que se encuentra ante la emoción desbordante del otro.

Algunos piensan que aquello de llorar con los que lloran y reír con los que ríen, significa dejarse contagiar por la tristeza, el enojo, la desesperación, seducción sexual, etcétera, del pró­jimo. Y consideran que así se demuestra el amor. Este, en reali­dad mantiene cierta autonomía y libertad.

El sentir con el otro tampoco representa una verdadera acti­tud de amor. En este fenómeno dos o más personas experimen­tan el mismo sentimiento como reacción individual ante el mismo acontecimiento. Pero, aunque viven la misma respuesta afectiva, no existe una relación yo-tú entre ellos, como sucede en el amor.

Un ejemplo de esta reacción lo tenemos en la emoción de entusiasmo que una muchedumbre experimenta ante el triunfo de un equipo de fútbol.

Otro tanto sucede cuando los hermanos lloran de tristeza ante el cadáver de su madre. No es la situación del hermano lo importante, sino la muerte de la madre que genera la tristeza en el ánimo individual de cada hermano.

El deseo no es simple ausencia de amor como en los casos anteriores. En el deseo se produce un impulso anímico que va en la dirección opuesta al amor. Este es centrífugo, mientras que aquel es centrípeto o egocéntrico. Busca el objeto o persona para sí, para el propio provecho, placer o autorrealización.

Aquí se confunden muchos jóvenes contemporáneos. Yo les oigo decir, cuando encuentre una “LOLA LINDA” sensible e inteli­gente, entonces me entregaré al amor... Pero, resulta que el amor no depende del objeto, sino de la libertad del amante. Por el contrario, en el deseo se da toda la importancia al objeto que es buscado como posesión.

La necesidad de estima es semejante al deseo es centrípeto, en cuanto que también, se centra en el propio Yo. Corren donde también a lo que he llamado necesidad de contactos en el capítulo precedente.

La diferencia entre necesidad de estima y deseo resulta bastante clara. Este aparece como una apetencia exagerada, desmedida y sin respeto para el otro. Aquélla, en cambio, se coloca dentro de los límites de lo normal y razonable. Es la justa petición que el otro nos hace para que le brindemos afecto, y también para que apreciemos y alabemos sus cualidades y talentos.

La estima por el otro ya tiene en cuenta algo de la persona, pero no a la persona como una totalidad valiosa por sí misma. Se queda en el nivel de las cualidades, capacidades y habilidades. No penetra hasta el más profundo centro del otro como hace el amor.

La simpatía se acerca ya a la profundidad del amor. Por ella se valora al otro como un Tú. Y logra percibir en éste no sólo sus talentos y aptitudes, sino también sus actitudes y sentimientos.

La percepción de los sentimientos ajenos no implica, de por sí, lo que antes repasamos como contagio afectivo. Más bien con­siste en una participación intencional en la experiencia afectiva del otro.

Por ser de esta manera, la simpatía depende del modo de ser afectivo del otro. Es despertada o estimulada por el atractivo de las actitudes ajenas. En consecuencia, no es del todo indepen­diente como el amor, ni se hunde hasta el núcleo personal del otro.

Algunos parece que identifican la simpatía con la empatía. Esto no me parece exacto. Porque en la simpatía está de por medio el que yo sienta afición, atractivo, inclinación y hasta ter­nura respecto a mi interlocutor.

En cambio, la empatía existe sin esa carga de sentimientos cálidos. Y se realiza con cierta impar­cialidad afectiva, cuando le expresamos al otro lo que percibimos en él como experiencia o sentimiento o marco de referencia exis­tencial. Por ejemplo, si advierto enojo en mi compañero y le digo, te noto enojado, estoy practicando la empatía, sin necesidad de sentir ternura.3

El enamoramiento es un proceso diferente del amor que, en muchos casos, sobre todo en las relaciones heterosexuales, se acopla con él. Pero, también suele darse sin la compañía del amor. Así podemos identificar algunas de sus diferencias.

El enamoramiento se fija en una o en algunas cualidades del otro -un cuerpo bello, cierto tipo de ojos, forma de trato, sensibilidad ante ciertas realidades, etcétera-. El amor, por su lado, ve a la persona amada como un todo.

El enamoramiento se repite con facilidad, es decir, cada vez que aparecen en alguien las cualidades que lo despiertan. En cambio, el amor es más selectivo y, por ende, se repite con cierta dificultad.

De ordinario, el enamoramiento puede ser explicado en su motivación, a partir de la cualidad de que se prenda el enamo­rado. Por el contrario, las más de las veces no es posible explicar el verdadero amor.

En el enamoramiento sí cabe la posibilidad del proceso de cristalización que, según Stendhal, explica la ceguera del amor.

Sucede que en las minas de sal de Salzburgo se puede dejar en ciertos estanques una rama seca. Al recogerla, después de algunos días, se advierte en ella el fenómeno de la cristalización, es decir, se encuentra totalmente cubierta por los cristales de sal que la embellecen.

Algo semejante ocurre en el enamoramiento, pero no en el amor, como comprobaremos más adelante. El enamorado sí her­mosea a su amada, recubriéndola en su totalidad con la cualidad admirada en ella. Porque se ha quedado como hipnotizado por esa cualidad, no ve más que eso, y piensa que toda ella es tan perfecta y bella como la cualidad que la adorna.

En un noviazgo sería ideal que concurrieran el enamoramiento y el amor. El amor puede perdurar con el paso de los años, en forma de compañerismo, ayuda mutua, etcétera. En cambio, el enamoramiento es pasajero y caduco. Con la refriega de la convi­vencia cotidiana, aparecen con claridad los defectos o limitacio­nes del cónyuge. Así se desvanece la idealización del otro y todos los contenidos de la cristalización.

Por otro lado, el enamoramiento tiende normalmente hacia la complementariedad de los sexos, en especial, en la línea del ero­tismo que, poco a poco, induce a las caricias sensuales y a la re­lación genital. Esto en el amor no es algo inevitable, a excepción de aquella forma de amar que se conoce como amor erótico, y se vive entre el hombre y la mujer en la perspectiva matrimonial.

En otras formas de amor, que más adelante hemos de consi­derar, la genitalidad aparece como una realidad sublimada. Lo cual no significa una exclusión absoluta y completa de lo sexual en el amor humano.

2. ACERCAMIENTO AL AMOR

No pretendo describir el amor. Soy consciente de que el amor es un “misterio”, en cuanto que no es un objeto que puedo delimi­tar y medir. Desborda la capacidad humana de conceptualización y de expresión verbal. Porque no es algo que esté aquí o allí o en cualquier otro lugar, ni siquiera en el Yo o en el Tú.

El amor sólo existe cuando se produce como una energía vivificante entre el Yo y el Tú. No es sentimiento, como puede ser el de sentirse amado. Tampoco es un impulso, como el de buscar el bien y el crecimiento del otro. Es impulso y sentimiento y liber­tad y don eterno que permite la entrega del Yo al Tú.

En este sentido, el amor se orienta al Tú y su contenido es el Tú. Se revela como movimiento, dinamismo y tendencia hacia el Tú. Porque el amor contempla al Tú como un valor insustituible en el contexto de la sociedad y del mundo; por lo mismo, capaz de dar sentido a la existencia del Yo.

En sí mismo, pues, el amor es semejante al viento que hace temblar el color de las flores, pero sin que sepamos "de dónde viene ni a dónde va". E igual que el aire, el amor transforma a la persona, inundándola de vida y energía, sin que advierta ni vea su entrada y acción.

A pesar de que no es posible comprender el amor en su tota­lidad, algo se puede afirmar, con profunda reverencia, acerca de sus propiedades. Pero, siempre será solamente un acercamiento respetuoso. Es lo que voy a intentar. Nota:Puedes Subrayar lo deseas y después transformarla en pregunta y compartirla.

EL CONOCIMIENTO AMOROSO

La mayor parte de los pensadores e investigadores contem­poráneos rechazan la afirmación popular de que el amor es ciego. Más bien sostienen lo contrario, la falta de amor es ¡o que nos ciega.

El conocimiento amoroso, cuando se trata de descubrir quién es y cómo es una persona, resulta insustituible. En cualquier área de ayuda o servicio a los demás, educación, psicoterapia, medi­cina, etcétera, hace falta la iluminación penetrante del amor. Sin el amor no vemos la realidad única e insustituible del otro.

Gracias al amor podemos conocer, sobre todo, la dignidad, la grandeza y el valor incomparable del otro ser humano. Así pode­mos reconocer que la persona nunca puede ser tratada como un medio para alcanzar nuestros propósitos o para satisfacer nues­tros deseos.

Al contrario, iluminados por el amor, con la fuerza de la libertad y a veces también con el sabor agradable del senti­miento, aceptamos que la PERSONA que es el fin de lo que existe y se hace en esta tierra.

Más aún, guiados por el amor podemos intuir que en este mundo no

entre las criaturas nada más grande y maravilloso que la persona.

Sobre todo, ilustrados por el amor llegamos a saber que en el corazón del ser humano brillan destellos de bon­dad y hermosura que superan toda comparación.

No hay palabra humana que llegue a describir ese brillo de eternidad que palpita en lo más profundo del otro. Sólo el amor nos hace conocer lo indescriptible del Yo verdadero del prójimo.

En efecto, de ordinario sólo percibimos el Yo social y el Yo de sombra del otro. Ambos son, hasta cierto punto, falsos.

El Yo social se refiere al conjunto de máscaras que usamos para volvernos aceptables ante los demás. Entonces exhibimos buenos modales, logros obtenidos en el trabajo, títulos y también sentimientos que, tal vez, no estamos experimentando.

Por ejem­plo, al ser interrogados sobre nuestro estado actual con un cómo te va, respondemos bien, cuando en realidad nos duele el estó­mago o nos sentimos mal.

Lo verdadero en el Yo social se refiere a las conductas perso­nales que la sociedad considera como positivas, ser educado, puntual, hábil para un trabajo o un arte, talentoso para conversar, bien informado, etcétera. Sin embargo, no es esto lo más valioso del ser humano.

Sus talentos y habilidades tal vez son compara­bles a la piel roja y brillante de una manzana. Esta encierra por debajo de su piel algo mucho más sustancioso y digno de estima.

De hecho, las cualidades y talentos del otro, cuando son apre­ciados mediante la admiración, el halago y el aplauso, se perfilan mejor para la conciencia del otro.

Entonces el sujeto se reafirma como poseedor de ciertas habilidades. Pero nada más. Todavía no ha gustado el sabor del amor. Por lo mismo, se puede empe­ñar, por ejemplo, en tocar mejor la guitarra. Pero no se siente alentado en su crecimiento como persona.

El Yo SOMBRIO, como es obvio, alude a los defectos, vicios y pecados del prójimo o de uno mismo. Nadie negará que en ver­dad es limitado. En consecuencia, si alguien ha superado ya sus vicios y pecados, tendrá que reconocer en sí, por lo menos, ciertos defectos.

Todo lo “sombrío” indica la ausencia o falta de algo positivo, en cuanto que lo negativo es privación de lo que sí es. Entonces viene a resultar como algo que es, pero no es.

Me explico. Si excavamos un hoyo en la pared, el hoyo será un área carente de ladrillos. En este aspecto, el hoyo es algo que no es. De hecho, no puedo coger un hoyo para meterlo en la maleta y llevármelo a otra ciudad. Pero, mientras exista la pared, el hoyo subsistirá.

En este sentido, vemos que lo negativo sólo existe en lo positivo. Por tanto, la negativa del ser humano supone un sustrato positivo en el que se sustentan todos sus defectos.

A ese sustrato positivo del ser humano le llamamos algunos el Yo verdadero. Corresponde a lo que también podemos denominar el centro o el corazón de la persona

Este Yo verdadero suele estar sepultado para la conciencia del que es ese Yo. Y está dotado de pura positividad, aún cuando las inervaciones de lo negativo llegan a penetrarlo y a endurecerlo como si fuera de piedra.

Este endurecimiento tiene lugar cuando el individuo se fija en alguna etapa y no logra superar las crisis de las fases siguientes de su desarrollo. Sobre todo, cuando la maldad de otros lo ha penetrado casi por herencia, y más todavía cuando él mismo, con su libertad y responsabilidad, se ha solida­rizado con esa maldad mediante sus acciones personales

Este Yo verdadero es la fuente personal de la dignidad del hombre. De ahí le viene a éste el ser valioso por sí mismo, inde­pendientemente de la utilidad que pudiera representar para los demás. Por eso es digno de amor y respeto, porque aparece como un ser relativa pero sustancialmente bueno, por encima de sus acciones malas, que de ninguna manera podemos justificar ni aprobar.

En esta perspectiva el amor es incondicional porque mira el centro del otro, y lo descubre como un valor incomparable. El amor logra percibir el rostro invisible del Yo verdadero del pró­jimo.

Y se percata de que esa imagen está sepultada y cubierta con las capas del Yo de Luz y del Yo de sombra. Comprueba, ade­más, que la imagen del Yo verdadero está marcada fundamental­mente por los rasgos del que es persona en forma potencial.

Igual que la semilla sembrada en la tierra tiene la potenciali­dad para convertirse en un árbol capaz de florecer y fructificar, también el Yo verdadero es descubierto por el amor como en germen capaz de convertirse en persona. Por lo mismo, con la

potencialidad para perfilarse como un ser único, responsable y

libre para amar.

En esto radica el gran poder cognoscitivo del amor, en que puede penetrar hasta lo más íntimo del otro para contemplar las facciones únicas e irrepetibles de su Yo verdadero. En especial, comprueba que puede llegar a responsabilizarse no sólo de sus acciones y pensamientos, sino también de sus sentimientos. Por lo mismo, puede llegar a decir que si está triste o enojado, es porque así quiere reaccionar ante otra persona y que él es el dueño de esos sentimientos de tristeza o enojo.

El amor descubre también que por ser persona en potencia, el otro puede aprender a ser libre. Pero no se trata de una libertad individualista y egocéntrica. Es una libertad por la que se puede escoger el tipo de conductas o acciones que resultan construc­tivas para el otro. También es una libertad que permite elegir los sentimientos y actitudes internas orientadas hacia el amor o cons­trucción del otro.

Así pues, el amor nos hace conocer el Yo de luz del otro como un valor que es valioso por sí mismo, sobre todo, porque entraña la potencialidad para convertirse en persona. Creo que en esta misma perspectiva se coloca

H. Maslow, fundador de la corriente conocida como Psico­logía Humanística, realizó una investigación directa sobre el amor. Soy su discípulo

Al amor auténtico o propio de personas que han desarro­llado sus potencialidades, le llamó amor-Ser. A este tipo de amor se refiere cuando afirma la profundidad del conocimiento amo­roso.

"La más verdadera, la más penetrante percepción del otro es hecha posible por el amor-Ser, que es tanto una reacción cognitiva, como una reacción emocional-conativa, como he insistido ya. Es esto tan impresionante, y tan a menudo demostrado por la experiencia poste­rior de los demás, que, lejos de aceptar el lugar común de que el amor es ciego, estoy más y más inclinado a pensar que lo opuesto es la verdad, que el no amar es lo que nos hace ciegos".7

En lenguaje materialista cabe afirmar la misma realidad en otros términos: el amor no es ingenuo, sino crítico. El ingenuo cree que todo está bien y todo funciona correctamente en el otro.

En cam­bio, el que ama de verdad, porque posee un pensamiento crítico, descubre todas las posibilidades de transformación, de creci­miento y de realización plena que hay en la persona amada. Así lo comprobó Freire en su trabajo con campesinos. Y afirma que el antidiálogo es acrítico porque carece de amor.

Pero no se crea que el “compartir” del amor es un diálogo cual­quiera. No. No consiste en un simple intercambio de ideas y sen­timientos. Es, más bien, un encuentro de corazón a corazón, en el que se compenetran las almas.

En el amor se intercambia la propia experiencia o el propio vivir.

Gracias a esa mutua y recíproca comunicación, los amantes llegan a la hondura misma del ser, donde se perfilan los rasgos y facciones esenciales de la persona amada.

Se entiende, pues, que no existe un conocimiento mayor ni más profundo del otro que el del amor.

EL ASPECTO AFECTIVO DEL AMOR

En parte, el amor es un impulso. Esto significa que el amor nos empuja hacia el Tú. Es movimiento centrífugo en dirección de la persona amada. Es tendencia hacia el encuentro. Es afán de ir hacia el ser amado. No ocurre por momentos a manera de flechazos de Cupido.

Es un manantial que se derrama como to­rrente incesante hasta lo más íntimo del corazón ajeno.

De acuerdo a esta faceta del amor, no es posible pensar en amistad o en matrimonio cuando en la relación hay alguno que se mantiene encerrado en los límites estrechos del Yo.

Cuando la novia se queja, él no me trae flores, no me lleva al cine cuando se lo pido, no me invita a bailes, no me ayuda a hacer mis tareas, etcétera, es porque todavía no aprende a amar. Entonces resulta superfluo pensar en un compromiso matrimonial.

En este sentido, considero que la empatía, como capacidad de meterse en los zapatos del otro para mirar el mundo desde la situación y sentimientos que él vive, es un camino concreto para acercarse al aprendizaje del amor.

Si no me pongo en el lugar del otro para percibir su experiencia y punto de vista, es impo­sible que pueda remontarme hasta el más profundo centro de su ser, como ocurre en el amor.

En cambio, al amar abandonamos el encerramiento y quietud dentro del Yo. Entonces emigramos virtual o intencionalmente al corazón del otro. Así realizamos la dimensión espiritual de nues­tro ser.

Espíritu en la Persona significa, como dije al comienzo, comunicación y auto trascendencia. Por ello, no hay actividad más espiritual en la “persona” que la del amor. Y tampoco existe comunicación o relación interpersonal más íntima que esta del amor.

El amor, en cuanto impulso, posee algunas características pe­culiares. Una de ellas es el deseo de autodeterminación. El aman­te quiere darse él mismo. No se contenta con hacer cosas exter­nas para el otro ni con el conocimiento profundo de las facciones de su individualidad.

Siente el anhelo de una entrega total, sin reservas ni apartados. Experimenta la necesidad de ser entera­mente del amado.

El amor es también una tendencia irresistible a la unión. Des­pierta ansias de cercanía y sólo se contenta con la presencia. Por ello, el máximo poeta de la lengua castellana ha escrito:

"Mira que la dolencia

de amor, que no se cura

sino con la presencia y la figura".

El amor es anhelo de abrazo, de fusión, de comunión eterna. No quiere separarse jamás de la persona amada. Así que la ausencia no hace sino acrecentar el impulso del amor. Porque excava en el corazón un vacío enorme, que lanza irresistible­mente a la búsqueda de la persona amada.

Desde este punto de vista, ni la ausencia ni la distancia pue­den anular el verdadero amor. Por el contrario, lo avivan, lo en­grandecen y lo purifican.

Cuando la relación humana se anida en el amor, no hay forma de romperla. El hambre se pasa con un pan, el apetito sexual se satisface con una relación genital y se apaga igual que el hambre.

En cambio, el impulso del amor, cuando ha nacido de verdad, no pasa jamás. En una relación heterosexual se puede aspirar a la fusión corporal y genital, pero sólo para comprobar que los cuer­pos se separan y que solamente las almas se conservan unidas para siempre, hasta la eternidad.

El amor también vibra en el corazón humano como senti­miento y emoción. La emoción es una respuesta afectiva con repercusión notable en el cuerpo y de breve duración. Así, la emoción del amor hace palpitar con fuerza el corazón, enciende una sonrisa en el rostro y arranca un gesto de abrazo en los ojos y en los brazos. El sentimiento es una respuesta afectiva de larga duración y de menor resonancia en el cuerpo.

El amor, en cuanto sentimiento, hace que el paisaje de la pro­pia interioridad se torne luminoso, lleno de colorido, como un bosque con vista al mar y al horizonte, en una tarde tibia y lumi­nosa...

Aunque el amor no despierta en todos los casos ni en todo momento este eco afectivo del sentimiento, suele darse, por lo menos, de vez en cuando. Y cuando se reviste así con todo su esplendor emocional, es vivido como un don inmerecido, como la gracia más grande del cielo, como el placer jamás soñado.

Ni con todo el oro del mundo, ni con los más refinados placeres de la carne, ni con un viaje a las estrellas se puede alcanzar este don excelso que no tiene precio.

Quienes han tenido esta experiencia del amor, reportan una sensación de explosión en el corazón. Como un estallido de lu­ces, como un chisporroteo creciente, como un sol inagotable...

Como si el corazón se expandiera, en esta explosión de entrega ilimitada, en gesto de fiesta, de danza, de movimiento luminoso como el de los astros que pueblan el espacio.. .

Así, vemos que el amor genera alegría, goce sin límites, placer incomparable. Y crea, de esta suerte, un clima cálido y vivificante para el otro. Mientras que el odio es frío y desprende destellos de puñales asesinos, el amor ofrece un ambiente interpersonal que es cómodo, acogedor, entusiasmante.

Se comprende, pues, que el que ama no se cansa ni cansa, no se enoja ni enoja, no se entristece ni entristece. Por el contrario, irradia claridad, vida, energía, comprensión y acogida.

Todo esto brinda a la persona amada una situación de confianza, de segu­ridad, de calma. Aspira entonces un clima benéfico, estimulante y favorable para el desarrollo de las potencialidades personales.

LA RAÍZ HUMANA DEL AMOR

Desde la perspectiva humana, el amor echa sus raíces en la libertad personal. En el fondo, se ama al otro como resultado de una decisión libre. Esta decisión de amar al prójimo nace pues, de la libertad. Entiendo la libertad como la capacidad de emitir conductas a partir del propio Yo, por encima de los condi­cionamientos ambientales y más allá de las expectativas ajenas.

Con lo anterior quiero decir que el amor no surge a partir de las exigencias, deseos o esperanzas de los demás. A veces el deseo que el otro tiene de que lo invite al cine, provoca en mí que le haga una invitación de ese tipo.

No es así el amor. No brota del anhelo que el otro tiene de ser amado. Tampoco se explica estrictamente por un conjunto de condicionamientos ambientales: presencia de personas del sexo opuesto, costumbres, coqueteo, un baile, etcétera.

El amor no se despierta por esos caminos. Así puede aparecer la simpatía o el enamoramiento, pero no el amor. Este se pre­senta porque la persona así lo quiere. Sin libertad no hay amor. Nadie puede obligar al otro a que lo ame, ni el hijo a la madre, ni la esposa al esposo, ni el amigo a la amiga, ni el hombre a la mujer admirada.. .

En el amor siempre hay un movimiento interno de te amo porque yo te quiero. Se puede decir que este gesto de la libertad constituye la última raíz' humana del amor. Este se da, en último análisis, a impulsos de la libertad. Y el ejercicio de la libertad con miras al amor es, probablemente, el paso definitivo para en­trar en el proceso de convertirse en persona. Me convierto en persona cuando me vuelvo libre para amar.

Esta libertad para amar está a la base de lo que se llama amor incondicional. Cuando alguien es libre para amar, es capaz de seguir amando al otro por encima de cualquier traición, rechazo o agresión. Por eso es admirable el amor de una madre relativa­mente sana, porque ama a su hijo a pesar de todo.

Lo normal en nuestra sociedad es que se deje de amar al otro cuando éste nos ha hecho una mala jugada, nos ha olvidado, o nos ha herido. Con lo que podemos comprobar que aún no hemos aprendido la libertad y, en consecuencia, no somos capaces de seguir amando al que nos lastima de cualquier manera. Entonces puede suceder que nos alejemos del amigo a quien deseábamos ayudar porque lo habíamos visto triste. Tal vez pensemos para nuestros adentros, púdrete, yo me acerqué a ti para ayudarte, y tú ni siquiera me haces caso.. .

Pero, cuando alguien ha aprendido a ser libre, tiene la libertad para amar cuando él quiere amar. Por este camino se hace facti­ble el amor a los enemigos, a los que nos persiguen y hacen mal.

Porque no depende del otro el que la persona libre lo ame o lo deje de amar. Es asunto personal del amante. Y si éste lo decide, seguirá amando a pesar de las canalladas ajenas.

Esto tampoco significa que el amor sea masoquista. Vimos ya que el amor no es ingenuo, sino crítico. De hecho Jesucristo, que pasó por este mundo haciendo el bien y amando a todos los hombres, supo enfrentarse, por ejemplo, al criado del Sumo Sa­cerdote. Pensó probablemente que si se dejaba dar otra bofetada, el criado se volvería más prepotente y violento. Por eso, le replica:

"Si he faltado en el hablar, declara en qué está la falta; pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas?".

De esta manera, a impulsos del amor a aquel hombre, Jesu­cristo no se deja maltratar al estilo masoquista. Más bien rechaza la agresión. Al mismo tiempo que se defiende, evita que el pro­ceder injusto de su agresor se refuerce.

En estas condiciones el amor no va acompañado por senti­mientos de ternura, de entusiasmo, de gozo. Se ama a pulso. Sola la voluntad apoya y sostiene la decisión de ayudar al otro en su crecimiento y en todo lo que puede beneficiarlo de verdad.

Me imagino esa situación como la de alguien que, movido por el amor al propio Yo, tiene que ingerir una medicina de sabor repugnante. Entonces no va a experimentar gusto alguno. Al con­trario, sentirá asco al beber semejante medicamento.

Incluso, se despertará en él un movimiento de náusea que lo ponga al borde del vómito. Sin embargo, porque ama su propia salud, insistirá en seguir tomando aquella pócima que le hace bien.

Tarde o temprano todos los humanos tenemos que vivir lo más puro del amor ante una persona que nos resulta repugnante. Por­que se trata del esposo, de un hijo, del padre, de un compañero de comunidad, de un amigo entrañable, etcétera, hay una razón más para perseverar en el amor.

A pesar de que resulte repug­nante seguir amando a esa persona. Tal vez se tenga que llegar a un divorcio, pero si hay amor, se buscará que todo proceda de la manera menos destructiva y más benéfica.

Tal vez en el amor a los enemigos o en el amor repugnante es cuando se pone de manifiesto el rasgo misterioso del amor...

Dar la vida, la salud, el bienestar o cualquier otra cosa por amor a una persona repulsiva, es algo que supera toda imaginación. Contradice todas las leyes psicológicas del comportamiento hu­mano. Pero, así es como se manifiesta y queda claro que el amor hunde sus raíces en la libertad personal y también más allá de la libertad.. .

EL AMOR EN SU NIVEL CREATIVO

Cuando se ama de veras hay la disposición a hacer cualquier cosa por la persona amada. Ya lo dice el refrán popular, obras son amores y no buenas razones. Las palabras de amor son im­portantes, pero los hechos resultan mucho más elocuentes.

En este sentido, el amor se ha demostrado siempre muy activo y creador. En los humanos parece existir una tendencia innata a darle forma concreta al amor, mediante las obras

Así, los esposos

quieren cristalizar su amor en la persona del hijo, el enamorado trabaja, ahorra y emprende la construcción d una casa, el amigo apoya y sostiene el compañero que está en dificultades, etcétera.

Es tan fuerte esta dimensión activa del amor, que muchos padres de familia se confunden y piensan que demuestran todo su amor procurando pan, vestido, casa, educación en un colegio, vacaciones, viajes, etcétera, a su esposa e hijos.

En realidad, el amor no se agota en las obras, aunque sí las requiere para expresar su poder creativo. Gracias a los hechos, el acto espiritual del amor se vuelve perceptible. Entonces, al poder captarse por los sentidos, parece que se torna más humano.

Podemos comprender entonces que quienes aman experi­mentan la necesidad de hacer algo por el objeto amado. Es una urgencia nacida de la misma condición humana, cuando es des­pertada en sus profundidades por el amor. Este quiere ser visto, tocado y sentido por la persona a quien es dirigido.

La mayor obra que el amor tiende a realizar se refiere directa­mente al ser amado. El que ama quiere hacer algo en el ser del otro, anhela que sea más, busca en él un cambio que lo trans­forme y lo haga ser mejor.

Con toda propiedad se puede afirmar que el amor crea al amado. El amante busca con todas sus fuerzas que las potencia­lidades del otro se conviertan en acto. El amor no se satisface si no crea el otro como persona y persona creativa, plena, feliz.

Esta creación del otro en cuanto persona, se produce como una transmisión de la experiencia personal del amante. Este logra manifestarle al ser amado respeto, veneración y devoción que siente para ti, una vez que ha contemplado su Yo verdadero, su valor incalculable, su ser lleno de bondad, hermosura y origina­lidad irrepetible.

Entonces, si la persona amada consigue contemplar en el espejo del amor ajeno la verdadera imagen de su Yo, empieza a reconocerse como un ser digno de amor y respeto. Por consi­guiente, comienza a aceptarse como realmente es, con las faccio­nes de su Yo verdadero.

Cuando alguien se acepta como persona, es decir, como un ser positivo, insustituible, capaz de aprender la libertad y la res­ponsabilidad del amor a los demás, se encuentra ya en el camino de su crecimiento y realización auténticas.

Conviene recordar las investigaciones ya mencionadas sobre el amor. Después de una larga serie de observaciones, Maslow concluye:

"Finalmente, puedo decir que el amor-Ser, en un sentido profundo pero demostrable, crea al amado.

Le da una imagen de sí, le da auto aceptación, un sentimiento de ser merecedor de amor y respeto, todo lo cual le permite crecer. Es una pregunta justificada la de si el desarrollo completo de un ser humano es posible sin él"."

Ahora podemos comprender que la tarea de los padres no se puede terminar con la obra creadora de la procreación. Les aguarda todavía la creatividad del amor. Ellos tienen, de por sí, la tarea de crear a sus hijos como personas.

Sin embargo, vemos por doquier que las más de las veces no llegan a realizar esta labor de incomparable valor creativo. ¡Es una lástima!

Si el amor hace funcionar el corazón a todo vapor, entonces no hay obra, por difícil que parezca, que no esté dispuesto a realizar. Se prueba así que el amor es más fuerte que la muerte.

En efecto, por amor y no por pasión sexual, se está dispuesto a arrostrar la muerte. El amor descubre que no hay en esta tierra nada mejor, más profundo, más valioso y más digno de estima que la persona amada. Por eso es equitativo darlo todo, incluso la vida, por amor a ella. Con razón afirma la Escritura:

"Grábame como un sello en tu brazo, como un sello en tu corazón,

porque es fuerte el amor como la muerte, es cruel la pasión como el abismo; es centella de fuego, llamarada divina;

las aguas torrenciales no podrán apagar el amor ni anegarlo los ríos.

Si alguien quisiera comprar el amor

con todas las riquezas de su casa, se haría despreciable—.

En efecto, un amor que ha llegado tan alto como para estar dispuesto a dar la vida por el amigo, tiene conciencia de haber recibido un don gratuito. No se puede comprar de ninguna ma­nera.

Su precio supera toda imaginación. Pero, al mismo tiempo, ¡cuánta responsabilidad tienen los que han recibido ese don tan extraordinario! Porque no se les ha otorgado para sí mismos, sino para los demás. Y por otro lado, es un tesoro que llevan en frasco de cristal. Si dejan que éste se rompa, pierden de manera casi siempre irremediable el perfume y, muchas veces, también la esencia del amor.

3. LAS FORMAS DEL AMOR

Amor es un término equívoco porque designa realidades afec­tivas bastante diversas entre sí. Se habla, por ejemplo, de amor sexual para referirse a las relaciones genitales, cuya meta no es el otro como persona, sino la inmersión en el gran océano del placer, en el que no existen ni el Yo ni el Tú.

A estas relaciones suele aludir la expresión popular de hacer el amor.

En realidad, no hay en eso ningún amor.

Así podremos comprender la pobreza de nuestra lengua cuan­do sólo utiliza la palabra amor, en el momento de señalar expe­riencias y conductas que difieren mucho entre sí. No es lo mismo el amor de un hijo que el de un enamorado o el de un amigo.

Para evitar confusiones al emplear la palabra amor, se tiende a calificar el amor con un adjetivo. Por este camino aparecen las expresiones de amor materno, amor erótico, amor a Dios, etcétera.

Es obvio que cada una de estas formas de amar posee algo en común con los demás. En general, ese sustrato común se re­fiere a las propiedades del amor que acabamos de enumerar en el apartado anterior de este capítulo.

Al clasificar las formas de amor, me adhiero a las clasificacio­nes

ya conocidas. Y voy a describir cada una de las formas con el color sugerido por mi propia experiencia.

Si tomamos en cuenta la actitud que se puede tomar en las relaciones propias del amor, podemos aceptar una división del amor que corresponde a los distintos tipos de relación. Tendre­mos entonces el amor de acogida, de donación y de comunión.

El amor de acogida es característico del niño, en especial del recién nacido. En los primeros meses de vida el niño responde en forma positiva a cualquier persona que satisface sus necesidades.

Pero sólo es capaz de una respuesta verdaderamente emocional a partir de la angustia del octavo mes, cuando el infante ya puede reconocer a la madre como un ser único e insustituible.

En cierta forma se puede afirmar que el niño ama a su madre, aunque no de manera consciente, en cuanto que responde a la necesidad que ella tiene de ser tierna y maternal. Si ella des­pliega ternura y cuidados, el niño también responde con afecto y dependencia. Así es como gratifica y ama a su madre.

Cuando un adulto está enfermo, abandonado, marginado, an­ciano, desesperado, hundido en el sufrimiento, etcétera, entonces tiene que desplegar un amor de acogida, aunque ya no sea niño.

El amor de donación empieza a desarrollarse a partir de la

adolescencia y es propio del adulto. Consiste fundamentalmente en la capacidad de dar y, sobre todo, de darse. Un adulto puede dar bienes materiales.

Lo cual, sin embargo, no es lo mejor que él puede ofrecer. Su oblatividad se despliega aún más cuando sabe brindar opiniones personales, comprensión, autenticidad, escucha, respeto, estima, etcétera. Estas son formas de entregarse él mismo. Pero su donación llega al máximo cuando ama con desinterés y libertad.

Aunque esta forma de amar nos deslumbra por sus rasgos de generosidad y liberalidad, entraña un riesgo muy grande, el de la autosuficiencia. El que sólo da y siempre pretende dar, puede perderse en las nubes de su autocomplacencia, de su soberbia y farisaísmo.

Por ello, para esquivar semejante peligro, es nece­sario que el adulto se abra a la siguiente forma de amar.

En efecto, el amor de comunión representa el encuentro de dos adultos dispuestos a la auto . Se entregan uno al otro en la reciprocidad de la donación. Como lo indica la palabra comunión, se produce entre ellos una común-unión.

Se entremez­clan el gozo de la entrega y la alegría de recibir la donación

del otro. El amor de comunión es típico de la amistad, de las relaciones conyugales y, algunas veces, de la convivencia familiar entre hermanos y también entre padres e hijos cuando éstos han crecido.

Si dejamos esta división y tomamos como criterio el tipo de persona en cuestión, podemos distinguir otro conjunto de formas de amar. Así encontramos el amor materno, paterno, filial, humano, erótico y a sí mismo.

El amor materno se caracteriza por su carga de ternura, por los cuidados concretos que brinda a los hijos, por su tendencia marcada hacia lo incondicional. Por ser tierno, el amor materno se muestra dulce, delicado, amable y muy afectuoso.

Además, la madre aprende a amar a sus hijos mediante las acciones concre­tas de alimentar, limpiar, vestir, acariciar, abrazar, enseñar a, hablar, a caminar, a controlar los esfínteres, etcétera.

De manera especial se considera que el amor materno es incondicional. Esto quiere decir que una madre sana suele ser desinteresada y generosa. No pone condiciones, por lo general, cuando quiere amar a sus hijos. Los ama, no porque reúnas tales o cuales condiciones, sino sencillamente porque son sus hijos. No importa lo que hagan o dejen de hacer, es secundario que sean bellos o feos. Los ama y ya.

Por mi experiencia yo veo que el amor materno tiende con fuerza a ser incondicional, pero no suele serlo en forma completa. Por desgracia también las madres imponen ciertas condiciones para expresar afecto o aprobación a sus niños. Así aprenden estos a negar su propia experiencia o inspiración.

Si la madre les pide que no lloren, se someten y niegan lo que sienten con el fin de agradar a su madre y ahorrarse la angustia indecible de verse rechazados por ella o carentes de su amor...

El amor paterno suele estar vinculado con actitudes de mag­nanimidad, justicia, rectitud y bondad. El padre es magnánimo porque muestra nobleza, liberalidad y elevación de ánimo. Con lo cual se emparentó la justicia, que le hace dar a cada quien lo que es suyo, a la esposa y a los hijos, sin hacer diferencias entre estos.

De esta manera manifiesta también su rectitud, pues esta actitud lo mueve a ser responsable de su papel de proveedor y animador del hogar como guía y cabeza.

Todo lo anterior se prolonga a través de la bondad, pues mo­vido por ella el padre se afana por procurar toda clase de bienes o por satisfacer todo tipo de necesidades a sus hijos, no sólo en el aspecto material, sino también en el afectivo, social y espi­ritual.

Por lo dicho se comprende que el amor paterno tiende a ser condicional las más de las veces. Espera que los principios de comportamiento marcados por su afán de justicia y rectitud sean observados por los hijos.

Cuando las cosas no suceden como él quiere, no es improbable que le diga a algunos de sus hijos, así se hacen las cosas aquí; si no te gusta, ahí está la puerta.. .Estado en algunos países de centro América, fui testigo doloroso de la ausencia “paterna” en muchos hogares, da mucha pena.

El amor filial, ya lo vimos, nace como receptividad y acogida del ser que gratifica sus necesidades. Entonces se puede decir que el amor filial se caracteriza por la manera positiva, amable y alegre de recibir todo lo que el padre y la madre ofrecen al hijo. Incluso cuando el hijo es adulto y capaz de dar afecto y ayuda a sus padres ancianos, sigue recibiendo de éstos, si son gente que actualizaron sus potencialidades, la sabiduría y la alegría de vivir que han acumulado a lo largo de su existencia.

Desde el punto de vista afectivo, el amor filial entraña grati­tud, respeto y una cierta disponibilidad a devolver lo recibido, pues, como dice el dicho, amor con amor se paga. Si los padres sembraron amor en el corazón de sus hijos, éstos les entregarán las flores y los frutos de su amor filial.

El amor humano representa la forma fundamental del amor, en cuanto que engloba el resultado de un aprendizaje concien­zudo y efectivo del amor. En efecto, el amor requiere la madurez personal de quien aprendió a ser responsable de su libertad para amar.

Aunque esta forma de amar echa sus raíces en las experien­cias tempranas de relación con la madre, el padre, los hermanos, la escuela, etcétera, depende, en último término, de la libertad personal. Y significa la capacidad adquirida para meterse en el centro del otro descubrir sus facciones más esenciales y tomar la decisión de realizar las conductas necesarias para ayudarlo a crecer en forma integral, es decir, en todos los aspectos de su personalidad.

Esto quiere decir que el amor humano es como el sustrato fundamental de las otras formas de amar. En este sentido, el amor humano es universalista porque implica la capacidad de amar a cualquier ser humano. Así, el que aprendió esta forma de amor, sabe ser un buen hermano, un buen amigo, un buen hijo, un profesional amable, un sacerdote cariñoso, una religiosa servicial, un esposo amante, un padre amoroso, un enamorado de Dios, etcétera.

El amor erótico, entre hombre y mujer, activa por entero la sexualidad y tiende, por su misma naturaleza, a las relaciones genitales. Tiene sin embargo, rasgos de verdadera espirituali­zación, puesto que contempla el cónyuge como un Tú digno de respeto y veneración, porque se le ama.

Este modo de amar no se contenta con buscar el crecimiento del esposo o la esposa. Aparte quiere realizar el “compartir” de los sexos en el que se realiza la unidad de lo humano. Concreción de esa unidad en la dualidad es el hijo.. .

Desde este punto de vista, se comprende que una vez nacidos los hijos, el hecho del divorcio es muy relativo. Es verdad que los padres se separan y, tal vez, realizan un nuevo matrimonio, pero los hijos siguen siendo un símbolo de la unidad indisoluble del matrimonio.

Al hablar de la dinámica evolutiva de la sexualidad, recorda­mos que hay un proceso de diferenciación. Al adolescente le gus­tan todas, al jovencito, un grupo de chicas con determinadas cua­lidades y al joven adulto, una sola.

Esta tendencia al compromiso

con una sola persona del otro sexo, explica en parte, el afán de exclusividad propio del amor erótico. Este no se comparte mien­tras el amante conserva una buena dosis de salud mental.

Por su naturaleza, el amor erótico encierra una especie de trampa. Porque busca como canal de expresión las caricias sen­suales, el estrechamiento corporal y las relaciones genitales, puede producir una sensación de caducidad y también de hastío. En efecto, al hablar del enamoramiento, mencioné este hecho. Con el apagamiento del apetito sexual, se pierde interés por el otro, si no existen los lazos de por sí irrompibles del amor.

El amor a sí mismo suele ser un reflejo de que se ha apren­dido a amar a los demás. Parece ser el más difícil de vivir. Yo tengo la impresión de que a mayor cercanía, mayor dificultad para amar. Por lo mismo, resulta más fácil amar a quienes viven lejos o a los que atendemos, tal vez, con una entrevista semanal de una hora.

En realidad, el propio Yo representa al prójimo más próximo. Tenemos que soportarlo siempre, incluso en los sueños, en los que se esconde tras mil disfraces.

Nunca dejamos de ver lo que nos disgusta en nosotros mismos, mientras no se produce un cambio de mentalidad y de comportamiento en nuestro Yo. Por lo mismo, nos fijamos más en la capa del Yo que llamábamos el Yo cerebral y, algunas veces, acabamos odiándonos.

En el mejor de los casos, no confiamos en nosotros mismos, nos volvemos tímidos o inseguros y bloqueamos nuestra experiencia y nuestros mejores recursos. El egoísmo viene a ser, en este contexto, una forma de odio contra sí mismo. Al ser egoístas pretendemos tener más que lo realmente necesario, en cualquier nivel, económico, afectivo, cultural, etcétera.

Sobre todo, nos aislamos en cuanto que olvi­damos los derechos y necesidades de los otros. Y no hay nada más destructivo que la soledad hecha de rompimiento y separa­ción respecto a los demás. Ya decía W. James:

"Si quisiéramos castigar muy severamente a alguien no podríamos pensar nada peor que, si fuera físicamente posible, dejarle frecuentar libremente la sociedad sin que nadie le hiciese caso. Si al entrar en cualquier parte nadie jamás volviera la cabeza, si nadie contestara nunca a nuestras preguntas, si nadie prestara atención a nuestra conducta, si todo el mundo nos tratara como si sólo fuéramos aire y se condujeran con nosotros como si no existiéramos, se levantaría rápidamente en nuestra alma una cólera y una desesperación impo­tentes, ante las que quedarían pálidos los más crueles martirios corporales".

El egoísmo es por esencia antisocial y, por lo mismo, autodes­tructivo. Entonces no hay que confundirlo con el amor a sí mis­mo. Este tampoco es el narcisismo en el que, según Freud, la libido o energía sexual se orienta hacia el propio Yo.

El amor al propio Yo significa respeto y auto aceptación, afán de crecimiento, auto comprensión, conductas que desarrollan el Yo Luminoso -relaciones ínter personales profundas, ayuda a los más pobres, estudio, contacto con la naturaleza, oración, des­canso, ejercicio físico, alimentación balanceada, etcétera.

Hasta cierto punto considero que es verdad lo que algunos sostienen, el que no se ama a sí mismo, no es capaz de amar a los demás. Tal vez a los otros se les respeta y se les ama bastante, pero la falta de amor al propio Yo, que también es persona, revela que el aprendizaje del amor tiene todavía sus lagunas.

4. EL AMOR, ALMA DE LA SEXUALIDAD HUMANA

En el capítulo segundo comparé la genitalidad con el núcleo de sol y el amor con sus rayos. Insisto en la misma imagen para explicar que el amor es como el alma de la sexualidad humana.

Sabemos bien que el núcleo no está presente -con sus carac­terísticas naturales- en los rayos solares. En cambio, estos sí están presentes en el núcleo, puesto que de él se derivan a través de las llamas.

Sabemos que la teoría aristotélico-tomista del alma supone que ésta se hace presente en la totalidad de la persona humana,

como un principio de unidad en la diversidad. En efecto, en un individuo hay elementos muy diversos, sin embargo, él se siente uno y funciona como una unidad organizada.

El alma también es principio de continuidad en el devenir. Vemos que el hombre cambia mucho en las diferentes etapas de su vida, sobre todo, en la infancia.

A pesar de sus mutaciones, hay algo que permanece en él y lo conserva idéntico a sí mismo. Ese principio de identidad y continuidad en el cambio, es lo que se conoce como alma en la filosofía realista de Aristóteles y Santo Tomás.

Pues bien, yo me doy cuenta que el amor juega en la sexualidad un

papel semejante al del alma en el ser humano. Porque el amor da

sentido a la sexualidad, la penetra en su totalidad, si el individuo ha crecido como persona, la hace creativa en perspectiva huma­na y la hace más placentera en su aspecto genital.

Considero que el amor da sentido a la sexualidad porque la orienta decididamente al encuentro con el Tú. Por consecuencia, el amor evita que se utilice al otro como un medio para la pro­pia realización personal, sexual o genital. Más allá de la autorrea­lización, el amor consigue que las energías acaparadas por la genitalidad pongan su meta en el servicio del Tú.

Por otra parte, el amor penetra toda la dimensión sexual de la persona cuando ésta se ha desarrollado como tal. Cuando este desarrollo es un hecho, el individuo descubre que su genitalidad y su ternura se ponen al servicio del corazón y éste se deja guiar por la razón y la libertad personal. Lowen ha verificado esta realidad en el ejercicio de la terapia bioenergética.

Escribe al respecto:

"Las tensiones musculares crónicas que bloquean la libre expansión de la excitación y el sentimiento, se encuentran frecuentemente en el diafragma, en los músculos que rodean la pelvis y en la parte superior de las piernas.

Si se les libera de su tensión por medios físicos y psicológicos a la vez, el individuo empieza a sentirse 'conec­tado'. Esta es la palabra que ellos mismos emplean. La cabeza, el corazón y los órganos genitales. o sea, el pensamiento, el senti­miento y la sexualidad ya no constituyen partes separadas ni funcio­nes distintas.

La sexualidad se convierte cada vez más en expresión de amor, con un mayor placer proporcional. e invariablemente cesa todo comportamiento promiscuo en el cual se hubiera estado pre­viamente enredado

Si la sexualidad, como relación genital con el cónyuge, no espermeada por el amor, entonces no produce la unión inter­personal esperada ni desata el efecto placentero que se desea. Freud había subrayado este hecho hace ya 70 años. Después de mencionar un caso de impotencia, escribe:

"En el caso que nos ocupa no han llegado a fundirse las dos corrien­tes cuya influencia asegura una conducta erótica plenamente normal: la corriente 'cariñosa' y la corriente 'sensual' ".

En este mismo sentido, Freud hizo una observación de mucha actualidad para el hombre contemporáneo. En el trabajo apenas

citado, añade:

"El daño de la prohibición inicial del goce sexual se manifiesta en que su ulterior permisión en el matrimonio no proporciona ya plena satisfacción. Pero tampoco una libertad sexual ilimitada desde un principio procura mejores resultados.

No es difícil comprobar que la necesidad erótica pierde considerable valor psíquico en cuanto se le hace fácil y cómoda la satisfacción. Para que la libido alcance un alto grado es necesario oponerle un obstáculo, y siempre que las resistencias naturales opuestas a la satisfacción han resultado insuficientes, han creado los hombres otras, convencionales, para que el amor constituyera verdaderamente un goce...

En este sen­tido puede afirmarse que la corriente ascética del cristianismo creó para el amor valoraciones psíquicas que la antigüedad pagana. no había podido ofrendarle jamás. Esta valoración alcanzó su máximo nivel en los monjes ascéticos, cuya vida no era sino una continua lucha contra la tentación libidinosa„.

Pero, el amor no sólo asegura una conducta erótica plena­mente normal, como afirma Freud. Además, abre la posibilidad de un uso creativo de todas las energías que, en forma tan exce­siva, se ponen al servicio de la genitalidad a partir de la adoles­cencia.

No basta por ejemplo, que las relaciones íntimas de los esposos se vuelvan más placenteras con la presencia del amor. Hace falta que el amor oriente toda la vida sexual hacia la crea­ción del otro como persona.

Ya he tocado el punto referente al incremento del placer cuando los esposos se unen genitalmente como expresión de amor.

Al hablar ahora del papel que el amor juega en la sexualidad, quiero señalar una diferencia entre genitalidad y amor. La pri­mera es más espontánea, casi instintiva.

En cambio, el amor supone el esfuerzo de la voluntad que decide libremente buscar el crecimiento del otro. Se comprende entonces que el amor hay que aprenderlo.

El sexo y sus deseos nos son dados por la naturaleza, pero en cam­bio, el amor, nosotros debemos aprenderlo".',,"

Es obvio que aprendemos el amor a partir de las experiencias tempranas de relación con la madre. Si ésta es cariñosa, atenta y cuidadosa, despierta en el niño una respuesta de atención a la madre, de aprecio para ella como un ser único e insustituible. Aunque este comportamiento del niño sea interesado, no deja de producir en la madre la reacción de sentirse amada.

Así pues, la evidente satisfacción del infante, cuando sus necesidades son satisfechas, hace que los padres se sientan amados. Desde este punto de vista, el niño no es tan sólo una esponja emocional que no hace otra cosa que demandar y absor­ber amor. De ninguna manera. El niño a su nivel también es una fuente de amor para sus padres.

Aparte, el niño aprende a amar viendo las manifestaciones físicas de ternura y amor que otros, en especial la madre, le brin­dan. De hecho, algunas investigaciones demuestran que la ca­rencia de estas manifestaciones de cariño, hace. que los adultos no sean capaces de acariciar y de manifestar físicamente el amor a la novia, a la esposa, a la amiga, a los hijos, al esposo, etcé­tera.

También aprendemos a amar mientras vemos y sentimos el amor que nuestros padres se tienen y se expresan uno al otro. Las relaciones entre ellos son para nosotros un modelo, tanto en la parte de éxito como en la de fracaso en su amor erótico. Ade­más, observamos este modelo durante un periodo muy largo de nuestra vida.

Dado que los niños aprenden a socializarse mediante la adap­tación, la imitación y la identificación, resulta normal que si estos procesos son referidos a unos padres amantes, el hijo acaba adquiriendo un comportamiento que podemos calificar como amoroso.

Todavía en la infancia, pero sobre todo en la adolescencia, aprendemos el amor a partir de las relaciones con los propios hermanos, con los amigos y compañeros y también con base en las costumbres y patrones de conducta que caracterizan nuestra cultura y sociedad.

Sin embargo, ya en la juventud y en la vida adulta, el amor se aprende como un arte. Yo comparto, desde el punto de vista psicológico, las teorías de Eric Fromm.20

El pasado familiar y el ambiente social, generan una predis­posición, una especie de talento innato para el amor. Sin em­bargo, el individuo tiene que desarrollar sus aptitudes a base de esfuerzo, dedicación y práctica constante, tal como sucede en el aprendizaje de un arte cualquiera.

Este aprendizaje exige, en primer lugar, disciplina. No una disciplina rígida, pero sí capaz de garantizar una buena dispo­sición de ánimo, la eliminación de obstáculos y el tiempo nece­sario para la práctica diaria del arte de amar.

También es necesario un maestro. Sabemos que Miguel Ángel y Rafael, lo mismo que otros pintores y artistas, tuvieron un maestro que les ayudó a desarrollar su talento genial. Otro tanto ocurre con el amor. Se aprende más eficientemente con las orientaciones de un maestro. Este no tiene que imponer sus juicios y su estilo personal. Su tarea es la de realzar e impulsar las potencialidades para el amor que ya existen en el interior del discípulo.

Se trata, por otro lado, de un elemento esencial de la exis tencia humana y del crecimiento de la persona. De ahí la impor­tancia en la elección del maestro, con cuya ayuda pretendemos aprender el arte de amar. Se esperaría que sean capaces de enseñarnos a amar los sacerdotes, psicoanalistas, psicoterapeu­tas, papás, profesores, amigos, etcétera.

Aparte, se requiere paciencia para poder perseverar y em-

prender cada día el camino de este aprendizaje, a pesar de los fracasos y errores. Porque en esta tarea está de por medio el corazón, el punto más frágil y sensible de la personalidad, senti­remos con frecuencia la tentación de protegernos y cerrarnos.

Si enterramos el corazón evitamos el riesgo de sentirnos heridos y de sufrir de la manera más dolorosa.

A la luz de esa tendencia natural a cerrar el corazón, se hace necesaria la esperanza. Con esta actitud podemos experimentar confianza en que un día alcanzaremos a dominar el arte de amar y podremos amar siempre que así lo decidamos.

La esperanza de que mañana seremos lo que no somos hoy, nos anima y alienta para seguir adelante en este proceso de aprendizaje.

Pero el amor es un elemento tan central en la existencia del hombre, que merece ocupar el centro de nuestros intereses y actividades.

De hecho, los artistas, los atletas, los científicos, las madres ejemplares, los santos, etcétera, han concentrado todas sus energías y su vida cotidiana en aquello que traen entre manos.

Así también, el que se da por entero al proyecto de aprender a amar, dedica todos sus esfuerzos y conductas al amor.

Come para disponer de las energías necesarias para amar a los demás. Duerme y descansa suficientemente para no estar tenso ni irri­table y poder practicar el amor. Su trato con los demás lo apro­vecha como un entrenamiento en el amor. En fin, igual que el avaro sólo vive para el dinero, el amante todo lo aprovecha para crecer en el amor.

Sobre todo lo demás, el amor exige mucha práctica. El ejer­cicio cotidiano resulta inevitable. Pablo Casals llegó a ser el pri­mer chelista del mundo porque, entre otras cosas, ensayaba por lo menos seis horas diarias, incluso en tiempo de vacaciones.

Nadie aprende a amar sin una dedicación semejante. Cada día se descubren matices y detalles muy finos en la práctica efectiva del amor. De suerte que sin esa acción constante, por más que se apele a la gracia de Dios, es prácticamente imposible amar al prójimo de verdad.

En esta praxis del amor, la persona se ejercita en meterse no sólo en los zapatos del otro, sino incluso en su centro más perso­nal. Allí se esfuerza por conocer los rasgos y facciones más esenciales del otro. Entonces, sorprendido por el valor y belleza incomparables del Yo verdadero del otro, puede mostrarle un respeto profundo y una valoración que ayudan al otro a respetar­se y valorarse.

Cuando hay amor al otro, no hace falta la intimidad de un consultorio o de un confesionario para expresarle el valor y gran­deza que descubrimos en él. A través de una broma, con un comentario insignificante, mediante un diálogo franco y directo, podemos hacerlo consciente de aquello que.es potencialmente y de lo que puede lograr si desarrolla sus potencialidades.

Más adelante, a partir de la reflexión teológica de este traba­jo, tendré ocasión de compartir mi experiencia acerca del papel que la apertura a Dios juega en el amor.

Para cerrar este capítulo sobre amor y sexualidad, menciona­ré algunas diferencias entre la forma de amar propia del hombre y la de la mujer. Es algo que se aprecia mejor en el amor erótico.

Es obvio que cuando se trata de los elementos fundamentales del amor, en especial aquello de crear al amado, no se puede señalar ninguna diferencia.

Algunas investigaciones muestran que en el amor erótico, que se orienta al matrimonio, la mujer tiende a ser más posesiva y también más racional que el varón.

Esto último se debe a que en muchos aspectos -afecto, seguridad, dinero, etcétera-, la mujer suele depender del marido. Por ello considera con cierta frialdad racional, si él es amoroso, fiel, responsable y capaz de brindarle la seguridad que necesita.'

El hombre, por su lado, se caracteriza por un extremismo que lo lleva del romanticismo al deporte de jugar con el amor. Esto último significa que dice palabras que sólo contienen pasión, por lo general, de tipo erótico o genital. Pero no hay un propósito de compromiso serio con el otro, para que crezca en su Yo ver­dadero. En este sentido juega al amor.

Que el hombre es más romántico que la mujer, no acaba de resultar claro, a pesar de las investigaciones realizadas en forma directa. El amor romántico lleva una carga mayor de idealiza­ción de! amado, los sentimientos de ternura y afecto son desbor­dantes, la tendencia a las relaciones genitales es fuerte, pero no entra en primer plano, los detalles circunstanciales -lugar, tiem­po, clima, etcétera-, son percibidos y recordados en detalle, la gana de fidelidad en las buenas y en las malas es efectiva, etcé­tera.

En algunos aspectos se demuestra que los hombres son más románticos. Por ejemplo, se ha detectado que ellos son más vul­nerables, se entregan más pronto y con mayor ímpetu. En cam­bio, parece que las mujeres, según recordé más arriba, son más precavidas para involucrarse. Por otro lado, los hombres se aferran más fuertemente a un romance y, al parecer, sufren más cuando se cortan las relaciones amorosas.

Sin embargo, se ha descubierto que las mujeres, cuando la relación está en su momento más intenso, experimentan la eufo­ria y la agonía del amor con más intensidad que los varones. Y también suelen ser más fieles una vez que han decidido entre­garse. Antes de esto son muy cautelosas en mostrar sus senti­mientos.

El lector, a la luz de su experiencia, estará de acuerdo con­migo, probablemente, en que hoy día no es fácil advertir diferen­cias muy marcadas entre el hombre y la mujer, si aman de ver­dad. Ella es vulnerable y sufre tanto como él, cuando hay una crisis, separación, infidelidad, etcétera. También es cierto que una y otro gozan hasta el éxtasis, cuando sus corazones se fun­den en el amor. TQM. P.PEPE